Les voy a contar una historia. Me imagino que se deben estar preguntando que rayos es ese título y que tiene que ver el sexo con un sándwich de pollo. Bueno, pues para que entiendan comienzo a decirles:
“Erase una vez…”
Era el año 19 que importa, cuando una jovencita picoreta, parlanchina pero muy ingenua, se inscribió en la universidad. El primer día de clases estaba toda nerviosa y perdida, caminaba despacio por el campus evitando todos los revoluces donde veía a la gente bailando “la pelúa”.
Cuando llegó al salón sintió un gran alivio al darse cuenta que la clase era de “prepas”. Todos tenían cara de teléfono ocupado igual que ella, rápidamente hizo amigos porque ella a lo menos que le tenía miedo era a hablar.
Al pasar de los meses la amistad seguía creciendo en ese grupo de manera tal que hasta el sol de hoy se mantienen en contacto (con excepción de algunos). Ella vivía en un apartamento sola ya que su padre le pagaba la renta (si, ella es la nena de papá). Se imaginarán donde se armaban los “bembés”.
Dentro de ese grupo de amistades había un chico del cual ella se enamoró perdidamente, no porque fuera brutalmente guapo, sino porque la hacía reír mucho. Era bien carismático y talentoso igual que ella, muchas veces el decidía visitarla a su apartamento y en vez de llamarla por teléfono le gritaba desde abajo (ella vivía en un tercer piso) y cuando ella se asomaba al balcón el comenzaba a bailar como “el general” (personaje de Raymond Arrieta) y gritaba “Mamiii aquí está tu cabo”.
El tiempo pasó y la amistad creció pero también lo que ella sentía por él, así que una buena tarde en una de esas visitas él se puso romántico con ella y ella no dudo un segundo en entregarse completa a lo que sentía. (¿Que romántico verdad?).
Una vez terminaron, el chico la miró un tanto sorprendido pues pensaba que ella tenía experiencia en las artes amatorias, pero noooo para nadaaaa. Una de las primeras cosas que ella le dijo fue “¿Tener sexo da hambre?”
Después de carcajearse un rato, la abrazó tiernamente y le dice “claro que sí, con todo el ejercicio que se hace imagínate, ¿quieres ir a comer algo?” Ella asintió y le dice “Si, quiero comerme un big crunch de Kentucky”. Él puso la cara cuadrada, “nenaaa tienes hambre” y así se hizo como una especie de tradición el ir a comer un big crunch de Kentucky cada vez que tenían sexo. De mas está decir que ella se comía todo el bendito sándwich a pesar de que era gigante.

Se preguntarán cual fue el desenlace de esta historia de amor y pollo frito, no fue uno muy bonito. Pero si algo la vida le enseñó a ella, fue a guardar los momentos hermosos y aprender de las amargas experiencias. Una vez aprendes de cada una de ellas te toca sacarlas de tu vida. Por eso dejo esta historia aquí, con el recuerdo de un amor sincero, ingenuo, fugaz y hambriento.
PD: ¿Todavía tienen el big crunch en Kentucky? Tengo hambre 😉
Por: Yazmín Almodóvar Pagán (Ladyazy)